Mar adentro
La marea los dejaría zarpar a la medianoche. Le gustaba ese horario porque así su hombre volvería a casa con la luz del día, para compartir con ella el alivio del descanso y el calor de sus manos.
Esa noche habían estado hablando sobre la posibilidad de buscar nuevos rumbos, demasiadas tragedias hicieron del arte de la pesca practicamente un certificado de defunción para muchos de sus amigos, e incluso desconocidos. Bromearon durante un rato bajo la luz celeste del televisor mudo sobre las distintas alternativas, se imaginaron en la cima de la bebida cola por excelencia, detrás de una cámara de televisión y hasta como funcionarios públicos.
¿Por qué no habían estudiado? ¡Ah si! Ya lo recordaba: el trabajo llegó urgente desde temprano, recién salidos de la primaria. "A veces no se puede elegir" le dijo ella con más aceptación que resignación y él sonrió. Lo hizo como la primera vez que se vieron, ella no había querido salir pero sus amigas le insistieron, así que no se arregló demasiado, un vaquero o "jeans" como gustaban decir las vecinas, una musculosa que dejaba ver los breteles que nadie había desabrochado nunca y zapatillas porque seguramente los últimos kilómetros los harían caminando ya que la plata no alcanzaba para todo: entrada, bebida y transporte.
Luego de las risas llegó la lucidez "no sé hacer otra cosa" le había dicho él mientras trataba en vano de desaparecer ese maldito callo que atrevido cruzaba el ancho de la palma de ambas manos.
Lo despidió como todos los días en la puerta de la casa, él saludaría con la mano en alto desde la calle y luego volvería corriendo a darle el beso final: un ritual que repetía desde hacía seis años sin variación.
Esa fue la última vez que lo vió, un bolso en la mano y una sonrisa en el rostro, los ojos color de mar y el pelo rebelde bajo la brisa fresca de la noche de luna llena.
La sirena fue por un instante un alivio que la sacó de la pesadilla recurrente que más la aterrorizaba, sin embargo luego sabría que hubiera sido mejor seguir soñando a golpearse la cabeza contra la frialdad de la verdad. Tan parecidos, el sueño y la realidad.
Supo que las noticias no eran buenas cuando vió un carnaval de luces de colores rojas y azules iluminando el muelle, y tuvo la certeza de que eran malas cuando vió el rostro de su vecina desdibujado en lágrimas saladas.¡Saladas, que ironía!
Hubo corridas, gritos, dolor, llantos y reproches, la multitud parecía una acuarela desdibujada por el exceso de agua, las voces comenzaron a perderse hasta desaparecer y entonces la percibió: apoyada sobre el rumor de las olas golpeando la costa, escuchó la voz que emergía desde lo profundo del océano negro que le decía: "No tengas miedo, te amo". Su corazón dió un golpe de adrenalina y lloró en silencio ¡Dios cómo le dolía el pecho!, en un momento bajó asustada la mirada hacia el escote de su camisa, porque hubiera jurado que le sangraba espesamente, pero no, era sólo dolor.
Con las primeras horas de la mañana, le dieron una bolsa negra y una palmada. "Usted tuvo suerte, hay quienes todavía están esperando los cuerpos" le dijo alguien a quien no le pudo contestar del odio que sintió por un instante.
Ella siempre había tenido una hipótesis respecto a los cuerpos que no se lograban localizar: el mar se negaba a entregarlos, los consideraba suyos, no como un trofeo, nada que ver, sino más bien como un recuerdo de tantas horas compartidas, tantos vientos y tantas olas. Era como un pacto: el mar les había dado el sustento y ahora reclamaba el pago.
La desventura la llevó lejos del mar como las semillas que el viento esparce en la tierra fértil, si tan sólo tuviera en hijo con quien llorar el dolor de la amargura, pero no, los planes eran primero poder terminar de construir la casita y luego los hijos, maldito destino. Hoy no tenía casa, ni hijos ni marido.
Podía ver el reproche en los ojos de quienes creían que lo correcto era quedarse cerca del mar, pero ella no podía hacerlo, el mar para ella ya no era salado sino agriamente lascivo, además ella le había dado a su hombre y él se lo había devuelto, las cuentas estaban saldadas, aunque ella llevó la peor parte. No tenía resentimiento, el corazón le dolía demasiado para eso.
Aunque nunca más pisó las costas, por mucho tiempo podo escuchar en el silencio de las noches de luna llena el murmullo del oleaje y la voz de su amado que le decía "No tengas miedo, te amo".
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