viernes, 25 de septiembre de 2009

OPORTUNIDAD


Cuando Ema conoció a quien luego sería su esposo, Ricardo, este trabajaba en la mina de carbón. Aunque la tecnología había avanzado años luz en todo el mundo, en Trocha Angosta, todavía se hacían las cosas, del modo antiguo. Nada podía hacer pensar que las cosas terminarían así. Ema era muy querida en su pueblo, nunca hubo, ni habrá un entierro con tanta gente como en el suyo. El cajón se mantuvo cerrado en el velorio, ya que el veneno que utilizó para terminar con su vida, la deformó al punto que convertirla en una extraña.
Nunca hubo una historia de amor como la de ellos, nunca dos personas se amaron tanto, y de la misma manera, que luego se convirtieron en dos extraños. Nunca se dio la oportunidad, hasta esa noche en la que decidió terminar con su vida.
Ricardo era el hombre más dulce que había visto en toda su vida, detrás del rostro ennegrecido por el carbón, Ema descubrió la más bella de las sonrisas y los más tiernos ojos que nunca jamás volvió a ver en ninguna otra persona a lo largo y ancho de toda la Tierra.
Con el primer beso que se dieron, ella supo que él era el hombre de su vida, el sabor de sus labios la hechizó para siempre.
A Ricardo, ni siquiera sabe él porqué, se le hizo costumbre acostarse con otras mujeres. A veces ni siquiera había atracción física, sólo la oportunidad, saber que podía hacerlo, era una droga que no podía dejar de consumir.
Ella era maestra en la única sala de jardín de infantes del pueblo, una sala integrada donde intentaba que los pequeños lugareños, comenzaran un camino que los alejara de las húmedas minas de carbón.
Soportó uno a uno los engaños de su esposo, engaños que Ricardo nunca supo que Ema sabía. Cada uno fue un puñal, un puñal que lejos de herir y salir, permanecía allí, haciéndosele carne en su cuerpo.
Ella estaba resignada a vivir así su vida, porque cualquier dolor valía el precio de tenerlo en su cama cada noche.
Esa mañana la escuela estuvo cerrada, la falta de agua se había hecho una constante en los largos días previos al verano sediento de Trocha Angosta. Aprovechó la asfixiante mañana para comprar verduras, fue temprano, no sólo para evitar el calor del mediodía, sino para tomarse el tiempo necesario en elegir las mejores.
Mientras sus suaves manos buscaban los mejores zapallitos, sus ojos paseaban por la verdulería gris. Sonrió sin darse cuenta cuando tuvo que esquivar una telaraña que se balanceaba con el ventilador sobre el mostrador ajado. Para su sorpresa, tuvo una respuesta, ya que no se había dado cuenta que otra alma respiraba el mismo aire que ella.
Un muchacho obviamente nuevo en el lugar, le sonrió amablemente, al tiempo que la iluminó con sus ojos. Ema se ruborizó y esquivó de tal manera la mirada aquella que sus manos tiraron al piso los zapallitos a su alrededor, lo que la avergonzó aún más.
Alejandro, según supo después, se agachó diligente a ayudarla, ambos chocaron sus rodillas y no pudieron evitar la risa, algo contenida, pero que logró escaparle a la vergüenza.
Ella le agradeció el gesto, él le tendió su mano. Ella dudó, él la extendió unos centímetros más. Ella ofreció su mano blanca, él la estrechó contenidamente, como con miedo a lastimarla.
Ema pagó rápido y huyó, literalmente, de la verdulería sin despedirse de nadie en el apuro. Mientras caminaba buscando la sombra de cada árbol esquelético que había en la calle, sonrió una vez más al recordar a Alejandro, “hola, Alejandro, llegué hace un mes para hacer el acueducto”, había dicho él sonriente, al no obtener respuesta había agregado, “soy el ingeniero del proyecto”. Ema sólo atinó a decir, “maestra jardinera”, sólo eso. Soltó una carcajada en el banco de la plaza al recordar el momento, debe haber pensado que para ser maestra no sé hablar bien, pensó y volvió a reir.
Estaba en eso cuando desde atrás escuchó: “esta plaza necesita agua urgente, ¿no Ema?”. Volteó apresurada, porque en el pueblo todos la llamaban “señorita Ema”. El sol quedó eclipsado detrás de la figura del muchacho que nuevamente le sonreía.
Él se sentó a su lado, charlaron largo rato, primero de cosas superfluas, luego del pueblo, de su gente que a veces parecía sumergida en el tiempo, sin pasado ni futuro, en un presente eterno.
Él se enamoró de esa pequeña mujer casi al instante, no supo si fue por su sonrisa plena, por sus manos suaves, por sus ojos profundos y negros como el carbón, por la pasión al hablar del jardín y sus proyectos o la pena en su voz cuando, sin saber por qué, le contó sobre los engaños de Ricardo.
La mañana se hizo mediodía, cuando las sombras desaparecieron perpendiculares sobre la árida tierra, Ema se despidió. Él tomó su mano presuroso, “date una oportunidad Ema”, casi le suplicó. Ella derramó una lágrima filosa como una gillette, ¿de qué hablaba ese hombre de ojos color cielo y cabellos de sol?. Él la invitó a viajar juntos, ella le explicó una y otra vez que estaba casada, que no podía, que jamás engañaría a Ricardo, que era su amor. Él le sonrió, “date una oportunidad Ema”. A las 22, dijo él, no puedo dijo ella; te espero dijo él, no puedo, dijo ella. “Yo sé que vas a poder liberarte Ema, te ofrezco una oportunidad, no se si funcionará, no se si será amor eterno, no se si será perfecto, pero te la ofrezco, sin engaños ni mentiras, a las 22 en la estación del tren”.
Caminó de regreso a su casa como aturdida, pensó que quizás nada pasó y que fue sólo el sol que la insoló, pero al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave, sus dedos tocaron un pequeño papel con un número telefónico. No había sido una fantasía, había pasado, otro hombre le prometía todo lo que ella esperaba de Ricardo.
Lo primero que hizo al entrar fue bañarse. Mierda, se sentía sucia tan sólo de haber hablado con otro hombre, la esponja dejó roja su piel, una y otra vez. Pensó en cómo iba a poder mirar a su esposo a los ojos y en qué iba a contestar cuándo Ricardo le preguntara qué había hecho durante su día libre. Se sumergió en la bañera, no con un poco de culpa por haberla llenado sabiendo la falta de agua que hay en el pueblo. Se descubrió tocándose mientras repasaba una a una las palabras escuchadas y pronunciadas durante su charla con Alejandro. El placer inundó la bañera, su aliento cálido se mezcló con el vapor del agua y sus gemidos estremecieron los vidrios empañados.
Pasado el orgasmo, cuando el cuerpo languideció, lloró frente al espejo, lloró porque realmente deseaba animarse, lloró porque quería salir corriendo a sus brazos, lloró porque por primera vez en tanto s años su deseo tenía otro destinatario, lloró porque sabía que jamás se animaría a hacerlo. Intentó convencerse de que merecía una posibilidad cuando se le terminaron los dedos de las manos recordando los engaños de su esposo, pero sabía que no podría hacerlo, pensó en darle una nueva oportunidad a Ricardo, pensó que tal vez la mina y el cansancio lo llevaban a otros brazos, que si se esforzaba, si empezaban de nuevo, ambos tendrían una nueva oportunidad.
Se puso su mejor vestido, pintó sus ojos suavemente, y colocó tres gotas de perfume en su pecho. Hizo la comida, prendió velas, sonrió. De repente ese hombre le había dado un aire nuevo a su matrimonio. En definitiva, Alejandro le había dado la posibilidad de una nueva oportunidad y en silencio se lo agradeció.
A las 20 llegaba Ricardo, cuando el reloj marcó las 21, supo que algo no andaba bien. Espantó malos pensamientos y apagó las velas. A las 22, su corazón dio un salto. Ricardo entró con la cabeza gacha, cuando la vio allí sentada, tan bella, cuando vio las velas que aún despedían un hilo negro, le tomó la mano y le pidió perdón. No hicieron falta demasiadas palabras, el olor a colonia barata, lo dijo todo.
Recogió sus cosas en silencio, afuera un auto con una mujer joven lo estaba esperando. Le dio un beso en la frente y se fue, a tener su oportunidad. La de ella, iba camino a Buenos Aires.
Apretó fuerte el número de teléfono, tanto que se borroneó en la transpiración de sus manos. Estuvo allí sentada en la oscuridad hasta que no sintió sus piernas producto del hormigueo.
Caminó en silencio, sin pensarlo, tomó del lavadero el veneno que había comprado en lo de Raúl para luchar contra las lauchas que insistían en roer todo por la noche.
Se recostó en la cama y lo ingirió. Esa fue la única oportunidad que se dio.