martes, 7 de noviembre de 2006

Mar adentro 2


La marea los dejaría zarpar a la medianoche. Le gustaba ese horario porque así podía perderse en el mar de estrellas que el cielo generoso regalaba las noches cristalinas. El horario le permitía que su mujer lo recibiera fresca y alegre para así dejarse descansar sobre sus piernas blancas y sus manos cálidas.
Durante la cena divagaron sobre las alternativas que tenían para dejar de cocinarse la piel con la sal del sustento, pero él sabía que no tenía opciones, ni siquiera pocas, ya que toda su vida estuvo arriba de un barco y de ninguna manera podía imaginarse siquiera otra vida que no sea esa que lleva: los pies húmedos y la frente calcinada.

Pero a él le gustaba salir a la mar, no temía nada, sabía del dolor por la tragedia de sus amigos, sus compañeros de agua, pero no temía: “Cuando llegue la hora llegará” sostenía.

Le gustaba verla sonreir, cada vez que su boca dibujaba la alegría en su rostro recordaba la primera vez que la vio: un jean, una musculosa y la sonrisa más dulce que nunca había visto y que jamás vio en ningún ser sobre la tierra o fuera de ella.

Ella preparaba su bolso y tuvo incontrolables deseos de abrazarla y hacerle el amor, ¡ cuánto la amaba! ¿Lo sabría ella?, estiró la mano para acariciarla y notó ese maldito callo que el trabajo diario había dejado como testigo en sus manos, lo frotó sabiendo que eso no lo quitaría y se resignó, no quería lastimar la piel de su rostro suave.

Al llegar la hora, salió a la calle y volvió corriendo a darle el beso final, así lo hacía siempre, es que temía que esa fuera la última vez que pudiera besarla, temía no volver a verla y no quería desaprovechar la oportunidad de sentir sus labios una vez más.

A pesar de eso jamás se imaginó que esa iba a ser la última vez que la vería, parecía un ángel parada en el umbral de la puerta, regalándole una sonrisa plena y el corazón gigante.

Nunca supo lo que realmente ocurrió, cada uno estaba haciendo lo suyo, José renegaba como todos los malditos días desde hacía dos años, era el más viejo en el barco, le decían El abuelo; Juan se ocupaba de que el barco avance, no hablaba mucho, decía que no hacía falta porque nadie le podía contestar con tanto ruido; Daniel era el más joven y el último en llegar al barco y cada vez que zarpaban, sus ojos se inundaban de ansiedad por la mujer embarazada que, sabría, lo esperaría inquieta a su vuelta; Julio y Julián eran hermanos y se entendían a la perfección a la hora de la faena, eran un engranaje aceitado que nunca necesitaba indicaciones ni ayuda y finalmente estaba El Pirata, su capitán a quién un cabo suelto le había robado un ojo, pero no la visión perfecta y el instinto marino.

Nadie se percató, el agua fría los sorprendió, los abrazó y nunca los soltó, quiso empujarse hacia arriba pero la sal le quemaba los ojos, no pudo ver a sus compañeros, la luz de la luna no alcanzaba, escuchó unos gritos que rápido desaparecieron ahogados por el ruido de las olas ¿Por qué había tantas olas?

Cuando ya sus brazos no pudieron más y pidieron tiempo tuvo una sola imagen: ella. ¿Qué sería de su vida? ¿Podría soportarlo? ¿Quién la cuidaría? ¿Se dejaría cuidar?

Con el último aliento congelado por el miedo y la soledad tuvo sólo un pensamiento: "No tengas miedo, te amo". Su corazón dio un golpe y el agua se lo tragó, pasaron por su mente las imágenes de la vida feliz que tuvo y el miedo desapareció, ya habría tiempo para volver a verla, sobre un mar cristalino y arenas blancas. Era sólo cuestión de tiempo y él la esperaría. Sabía que ella también.

"No tengas miedo, te amo", escuchó ... y se durmió.

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