lunes, 13 de noviembre de 2006

La alcantarilla



Se negaba a creer que todo tiempo pasado fue mejor, es más tenía que esforzarse para encontrar en el pozo de lo que ya fue, un buen recuerdo, por lo menos bueno, no tenía la expectativa de que sea alegre o significativo para su vida de manera alguna. Sin embargo estaba agradecida por la vida que tenía ahora. El silencio como compañía le permitió recordar lo que durante tanto tiempo se había esforzado en olvidar:

Era un bar oscuro en las orillas del pueblo, cerca del río. Allí convivían camioneros de paso ocasional, los trabajadores de la mina y los que preferían no ser vistos. “Mujeres de vida fácil” le habría dicho en una oportunidad su padre, eso le causaba gracia, ¿quién inventó que una mujer que debe dejarse manosear por un desconocido tiene una vida fácil?

Nunca pudo olvidarse de Clara, una mujer con más carne en las caderas que cabellos, tenía en la mano derecha dos verrugas que le causaban repulsión.”Es el castigo por lo que hago” le habría dicho una noche en la que el alcohol no alcanzó a desdibujar la realidad.

Clara tenía una costumbre que le llamaba la atención y nunca vería en otras mujeres que alquilaban su cuerpo: luego que se iba el cliente, se lavaba en un fuentón que solía guardar debajo de la cama, usaba algún tipo de desinfectante “porque con estos cerdos nunca se sabe” afirmaba y luego pedía perdón y rezaba arrodillada sobre granos de arroz al lado de la cama.

Nunca se animó a preguntarle porque se hacía eso, sólo le respetaba el tiempo que necesitaba antes que ella entrara para cambiar las sábanas cada tres clientes, podría haberlo hecho en cada caso, pero el dueño del sombrío lugar decía que no podía gastar tanto jabón y que "total nadie se daba cuenta porque la mayoría estaba re borracho o demasiado desesperado como para ponerse a oler las sábanas".

Estaba también Blanca, el problema de ella era que se enamoraba de la mayoría de sus hombres, vivía esperando que alguno de ellos la sacara de allí, estaba confiada que si era buena y hacía bien su trabajo, alguien la llevaría para darle un hogar, aunque sea uno tenía que pedírselo, estaba segura. Se volvió una experta, pero no vivió lo suficiente para saberlo.

María Concepción era la más joven, era optimista sus ojos todavía no tenían la lúgubre expresión de sus compañeras de vida. Creía que en algún momento se iba a ir de allí porque “esto es por un tiempo” se repetía y le aseguraba a quien quisiera escucharla, que por supuesto no eran muchos. Tenía la piel suave, la carne fresca y su cuerpo conservaba el aroma que tenía antes de irse de la casa de sus padres para no volver nunca más.

Juan Daniel era el encargado de mantener a los clientes hidratados, le decían Judá, una pelea cuando todavía tenía sueños lo dejó rengo y se los llevó a todos juntos y nunca más se atrevió a tenerlos.

Las campanas la trajeron al presente de nuevo, se sacudió el polvo de los recuerdos y sonrió, la esperaba su hija, con toda la ilusión vestida de blanco. Entonces miró al cielo color turquesa y agradeció una vez más: dio gracias por haber salido de ese lugar, por poder mirar a los ojos a su esposo y a sus hijas, porque no renegaba de su pasado, pero tampoco la enorgullecía. Hubo noches de mucho miedo, de manos rápidas e incontrolables, de alientos rancios, pero también de voces con autoridad y brazos que abrazaban y protegían.

Se preguntó que habría sido de las mujeres de allí, de los hombres, pensó ¡cuántos sueños perdidos, cuántas sorpresas, cuánto dolor y cuánta esperanza había habido allí! y volvió a sonreir.

martes, 7 de noviembre de 2006

Mar adentro 2


La marea los dejaría zarpar a la medianoche. Le gustaba ese horario porque así podía perderse en el mar de estrellas que el cielo generoso regalaba las noches cristalinas. El horario le permitía que su mujer lo recibiera fresca y alegre para así dejarse descansar sobre sus piernas blancas y sus manos cálidas.
Durante la cena divagaron sobre las alternativas que tenían para dejar de cocinarse la piel con la sal del sustento, pero él sabía que no tenía opciones, ni siquiera pocas, ya que toda su vida estuvo arriba de un barco y de ninguna manera podía imaginarse siquiera otra vida que no sea esa que lleva: los pies húmedos y la frente calcinada.

Pero a él le gustaba salir a la mar, no temía nada, sabía del dolor por la tragedia de sus amigos, sus compañeros de agua, pero no temía: “Cuando llegue la hora llegará” sostenía.

Le gustaba verla sonreir, cada vez que su boca dibujaba la alegría en su rostro recordaba la primera vez que la vio: un jean, una musculosa y la sonrisa más dulce que nunca había visto y que jamás vio en ningún ser sobre la tierra o fuera de ella.

Ella preparaba su bolso y tuvo incontrolables deseos de abrazarla y hacerle el amor, ¡ cuánto la amaba! ¿Lo sabría ella?, estiró la mano para acariciarla y notó ese maldito callo que el trabajo diario había dejado como testigo en sus manos, lo frotó sabiendo que eso no lo quitaría y se resignó, no quería lastimar la piel de su rostro suave.

Al llegar la hora, salió a la calle y volvió corriendo a darle el beso final, así lo hacía siempre, es que temía que esa fuera la última vez que pudiera besarla, temía no volver a verla y no quería desaprovechar la oportunidad de sentir sus labios una vez más.

A pesar de eso jamás se imaginó que esa iba a ser la última vez que la vería, parecía un ángel parada en el umbral de la puerta, regalándole una sonrisa plena y el corazón gigante.

Nunca supo lo que realmente ocurrió, cada uno estaba haciendo lo suyo, José renegaba como todos los malditos días desde hacía dos años, era el más viejo en el barco, le decían El abuelo; Juan se ocupaba de que el barco avance, no hablaba mucho, decía que no hacía falta porque nadie le podía contestar con tanto ruido; Daniel era el más joven y el último en llegar al barco y cada vez que zarpaban, sus ojos se inundaban de ansiedad por la mujer embarazada que, sabría, lo esperaría inquieta a su vuelta; Julio y Julián eran hermanos y se entendían a la perfección a la hora de la faena, eran un engranaje aceitado que nunca necesitaba indicaciones ni ayuda y finalmente estaba El Pirata, su capitán a quién un cabo suelto le había robado un ojo, pero no la visión perfecta y el instinto marino.

Nadie se percató, el agua fría los sorprendió, los abrazó y nunca los soltó, quiso empujarse hacia arriba pero la sal le quemaba los ojos, no pudo ver a sus compañeros, la luz de la luna no alcanzaba, escuchó unos gritos que rápido desaparecieron ahogados por el ruido de las olas ¿Por qué había tantas olas?

Cuando ya sus brazos no pudieron más y pidieron tiempo tuvo una sola imagen: ella. ¿Qué sería de su vida? ¿Podría soportarlo? ¿Quién la cuidaría? ¿Se dejaría cuidar?

Con el último aliento congelado por el miedo y la soledad tuvo sólo un pensamiento: "No tengas miedo, te amo". Su corazón dio un golpe y el agua se lo tragó, pasaron por su mente las imágenes de la vida feliz que tuvo y el miedo desapareció, ya habría tiempo para volver a verla, sobre un mar cristalino y arenas blancas. Era sólo cuestión de tiempo y él la esperaría. Sabía que ella también.

"No tengas miedo, te amo", escuchó ... y se durmió.

jueves, 2 de noviembre de 2006



Mar adentro

La marea los dejaría zarpar a la medianoche. Le gustaba ese horario porque así su hombre volvería a casa con la luz del día, para compartir con ella el alivio del descanso y el calor de sus manos.
Esa noche habían estado hablando sobre la posibilidad de buscar nuevos rumbos, demasiadas tragedias hicieron del arte de la pesca practicamente un certificado de defunción para muchos de sus amigos, e incluso desconocidos. Bromearon durante un rato bajo la luz celeste del televisor mudo sobre las distintas alternativas, se imaginaron en la cima de la bebida cola por excelencia, detrás de una cámara de televisión y hasta como funcionarios públicos.
¿Por qué no habían estudiado? ¡Ah si! Ya lo recordaba: el trabajo llegó urgente desde temprano, recién salidos de la primaria. "A veces no se puede elegir" le dijo ella con más aceptación que resignación y él sonrió. Lo hizo como la primera vez que se vieron, ella no había querido salir pero sus amigas le insistieron, así que no se arregló demasiado, un vaquero o "jeans" como gustaban decir las vecinas, una musculosa que dejaba ver los breteles que nadie había desabrochado nunca y zapatillas porque seguramente los últimos kilómetros los harían caminando ya que la plata no alcanzaba para todo: entrada, bebida y transporte.
Luego de las risas llegó la lucidez "no sé hacer otra cosa" le había dicho él mientras trataba en vano de desaparecer ese maldito callo que atrevido cruzaba el ancho de la palma de ambas manos.
Lo despidió como todos los días en la puerta de la casa, él saludaría con la mano en alto desde la calle y luego volvería corriendo a darle el beso final: un ritual que repetía desde hacía seis años sin variación.
Esa fue la última vez que lo vió, un bolso en la mano y una sonrisa en el rostro, los ojos color de mar y el pelo rebelde bajo la brisa fresca de la noche de luna llena.
La sirena fue por un instante un alivio que la sacó de la pesadilla recurrente que más la aterrorizaba, sin embargo luego sabría que hubiera sido mejor seguir soñando a golpearse la cabeza contra la frialdad de la verdad. Tan parecidos, el sueño y la realidad.
Supo que las noticias no eran buenas cuando vió un carnaval de luces de colores rojas y azules iluminando el muelle, y tuvo la certeza de que eran malas cuando vió el rostro de su vecina desdibujado en lágrimas saladas.¡Saladas, que ironía!
Hubo corridas, gritos, dolor, llantos y reproches, la multitud parecía una acuarela desdibujada por el exceso de agua, las voces comenzaron a perderse hasta desaparecer y entonces la percibió: apoyada sobre el rumor de las olas golpeando la costa, escuchó la voz que emergía desde lo profundo del océano negro que le decía: "No tengas miedo, te amo". Su corazón dió un golpe de adrenalina y lloró en silencio ¡Dios cómo le dolía el pecho!, en un momento bajó asustada la mirada hacia el escote de su camisa, porque hubiera jurado que le sangraba espesamente, pero no, era sólo dolor.
Con las primeras horas de la mañana, le dieron una bolsa negra y una palmada. "Usted tuvo suerte, hay quienes todavía están esperando los cuerpos" le dijo alguien a quien no le pudo contestar del odio que sintió por un instante.
Ella siempre había tenido una hipótesis respecto a los cuerpos que no se lograban localizar: el mar se negaba a entregarlos, los consideraba suyos, no como un trofeo, nada que ver, sino más bien como un recuerdo de tantas horas compartidas, tantos vientos y tantas olas. Era como un pacto: el mar les había dado el sustento y ahora reclamaba el pago.
La desventura la llevó lejos del mar como
las semillas que el viento esparce en la tierra fértil, si tan sólo tuviera en hijo con quien llorar el dolor de la amargura, pero no, los planes eran primero poder terminar de construir la casita y luego los hijos, maldito destino. Hoy no tenía casa, ni hijos ni marido.
Podía ver el reproche en los ojos de quienes creían que lo correcto era quedarse cerca del mar, pero ella no podía hacerlo, el mar para ella ya no era salado sino agriamente lascivo, además ella le había dado a su hombre y él se lo había devuelto, las cuentas estaban saldadas, aunque ella llevó la peor parte. No tenía resentimiento, el corazón le dolía demasiado para eso.
Aunque nunca más pisó las costas, por mucho tiempo podo escuchar en el silencio de las noches de luna llena el murmullo del oleaje y la voz de su amado que le decía
"No tengas miedo, te amo".