La alcantarilla
Se negaba a creer que todo tiempo pasado fue mejor, es más tenía que esforzarse para encontrar en el pozo de lo que ya fue, un buen recuerdo, por lo menos bueno, no tenía la expectativa de que sea alegre o significativo para su vida de manera alguna. Sin embargo estaba agradecida por la vida que tenía ahora. El silencio como compañía le permitió recordar lo que durante tanto tiempo se había esforzado en olvidar:
Era un bar oscuro en las orillas del pueblo, cerca del río. Allí convivían camioneros de paso ocasional, los trabajadores de la mina y los que preferían no ser vistos. “Mujeres de vida fácil” le habría dicho en una oportunidad su padre, eso le causaba gracia, ¿quién inventó que una mujer que debe dejarse manosear por un desconocido tiene una vida fácil?
Nunca pudo olvidarse de Clara, una mujer con más carne en las caderas que cabellos, tenía en la mano derecha dos verrugas que le causaban repulsión.”Es el castigo por lo que hago” le habría dicho una noche en la que el alcohol no alcanzó a desdibujar la realidad.
Clara tenía una costumbre que le llamaba la atención y nunca vería en otras mujeres que alquilaban su cuerpo: luego que se iba el cliente, se lavaba en un fuentón que solía guardar debajo de la cama, usaba algún tipo de desinfectante “porque con estos cerdos nunca se sabe” afirmaba y luego pedía perdón y rezaba arrodillada sobre granos de arroz al lado de la cama.
Nunca se animó a preguntarle porque se hacía eso, sólo le respetaba el tiempo que necesitaba antes que ella entrara para cambiar las sábanas cada tres clientes, podría haberlo hecho en cada caso, pero el dueño del sombrío lugar decía que no podía gastar tanto jabón y que "total nadie se daba cuenta porque la mayoría estaba re borracho o demasiado desesperado como para ponerse a oler las sábanas".
Estaba también Blanca, el problema de ella era que se enamoraba de la mayoría de sus hombres, vivía esperando que alguno de ellos la sacara de allí, estaba confiada que si era buena y hacía bien su trabajo, alguien la llevaría para darle un hogar, aunque sea uno tenía que pedírselo, estaba segura. Se volvió una experta, pero no vivió lo suficiente para saberlo.
María Concepción era la más joven, era optimista sus ojos todavía no tenían la lúgubre expresión de sus compañeras de vida. Creía que en algún momento se iba a ir de allí porque “esto es por un tiempo” se repetía y le aseguraba a quien quisiera escucharla, que por supuesto no eran muchos. Tenía la piel suave, la carne fresca y su cuerpo conservaba el aroma que tenía antes de irse de la casa de sus padres para no volver nunca más.
Juan Daniel era el encargado de mantener a los clientes hidratados, le decían Judá, una pelea cuando todavía tenía sueños lo dejó rengo y se los llevó a todos juntos y nunca más se atrevió a tenerlos.
Las campanas la trajeron al presente de nuevo, se sacudió el polvo de los recuerdos y sonrió, la esperaba su hija, con toda la ilusión vestida de blanco. Entonces miró al cielo color turquesa y agradeció una vez más: dio gracias por haber salido de ese lugar, por poder mirar a los ojos a su esposo y a sus hijas, porque no renegaba de su pasado, pero tampoco la enorgullecía. Hubo noches de mucho miedo, de manos rápidas e incontrolables, de alientos rancios, pero también de voces con autoridad y brazos que abrazaban y protegían.
Se preguntó que habría sido de las mujeres de allí, de los hombres, pensó ¡cuántos sueños perdidos, cuántas sorpresas, cuánto dolor y cuánta esperanza había habido allí! y volvió a sonreir.